Fragilidad
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Ese año fue la primera vez en mucho
tiempo en que cayó agua en el norte de Chile. El desierto se abrió en capullos,
y vimos maravillados como el árido paisaje se poblaba de color. Margaritas más
altas que nosotros mismos, flores rosadas, blancas, amarillas, poblaban esos cerros
habitualmente secos y los hacían nuevos a nuestros ojos. Y allá, abajo, inmutable
y eterno, el mar.
Recuerdo el aire diáfano; la
vida, al igual que el paisaje, parecía infinita. Manos que se enlazan, bastones
de madera, abrazos, cosquillas, carreras. Y fotos. En ese tiempo no era
habitual tomar tantas fotos, pero mi madre era fotógrafa aficionada y se había
comprado recientemente una cámara nueva. Así que hay fotos de ese día. Mis
padres, abrazados; mis tíos, mis primos y nosotros como una sola pandilla feliz
que nunca se separaría.
Era fin de semana largo, el lunes
12 de octubre era feriado. En ese tiempo viajar de Coquimbo a Santiago tomaba
más tiempo que ahora, y mis padres decidieron viajar el martes 13 de madrugada
para poder aprovechar el feriado allá. Martes 13, no te cases ni te embarques.
Pero ahí íbanos nosotros en nuestro wolskwagen escarabajo amarillo, por la
carretera, de una vía en ese tiempo, viajando de norte a sur. Y pasó. Hicimos
cambio de puestos en una gasolinera, a la altura de Huentelauquén: mi mamá tomó
el volante, yo pasé a asiento del copiloto y mi papá se acostó atrás con mis hermanos
(sacábamos el respaldo posterior y quedaba un espacio amplio para dormir; en
ese tiempo recién se había hecho obligatorio el cinturón de seguridad en los asientos delanteros). Yo me puse el cinturón.
Y partimos. Recuerdo la bajada, una pared rocosa por la izquierda, el mar por
la derecha. Y el camión. Inmenso, se abrió hacia el este para tener espacio de
entrar hacia Huentelauquén, que se alzaba entre la carretera y la playa. No nos
vio. Solo se detuvo al sentir el sonido del impacto.
Ver el camión que ocupa todo el
espacio disponible en la carretera y después oscuridad. Eso recuerdo. Al abrir
los ojos, mi cuerpo está dormido, no lo puedo mover, hormiguea del cuello hacia
abajo. Gritos, gente que rodea el auto. No veo a nadie que me parezca conocido.
Me duele la cabeza. Alguien me saca y me
sube a un furgón burdeos. Me meten a una cama de una casa, una señora trata de
darme agua. En otra cama veo a mi hermana. Los recuerdos se apagan y estoy en
el Hospital de Los Vilos. Después me contaron que en ese lugar tuvieron que
hacer tiras de una sábana para vendar a mi mamá. Su cara era una masa de sangre
a través de la cual se veía el maxilar. Pero yo no la vi. Yo solo veía hacia
arriba. Y mi cuerpo ya se podía mover. Pero no soy capaz de sostener mi cabeza.
Alguien me pone un collar cervical y me sientan en el asiendo delantero de una
ambulancia. Atrás, mi madre en camilla, mis hermanos. El viaje fue eterno. Recuerdo
al conductor de la ambulancia bajarse cada cierto rato a ponerle agua al
radiador, y salía vapor por todas partes. Cada vez que frenaban alguien debía
sostenerme la cabeza porque si no, se me iba hacia adelante. Fueron valientes,
esos funcionarios cuyos nombres nunca conocí, que se encargaron de ese traslado
de pesadilla. Y les estoy agradecida. Recuerdo la entrada de la clínica y un grupo
de gente esperando en la puerta. Y me llevaron a una habitación. No me podía la
cabeza, pero ya podía mover el cuerpo. Se veía un cerrito por la ventana, el
día estaba nublado. Y estuve sola. Pero me sentía segura. Daban el mundial sub
20 1988 donde se lucía Lucas Tudor y Raimundo Tupper. Yo miraba el fútbol,
miraba por la ventana, y esperaba.
Al día siguiente alguien vino por
mí y me llevaron en una silla de ruedas a ver a mi mamá. Ella estaba acostada y
lo único que se veía de su cara entre todas esas vendas, erala boca. Ella
conversaba, y recuerdo que dijo: “bueno, al menos no se me quebró ningún diente”.
Y yo me di cuenta en ese momento que a mí, sí.
Y bueno, la vida cambió. Y mucho.
Varios meses de hospitales, cirugías de reconstrucción para mi mamá. Yo recuperé
la fuerza del cuello en aproximadamente una semana, y me mandaron al colegio.
Creo que nadie supo que se me había dormido el cuerpo. Yo no supe hasta muchos
años después el significado de aquello y lo distinta que podría ser mi vida.
A poco de andar, mis primos se
fueron a vivir a Estados Unidos. Ahora estamos dispersos. California, Utha, Nueva
Zelanda, Colorado, Chile, Ecuador. El futuro que imaginamos entonces, no es. No
se si alguna vez volveremos a reír todos juntos bajo el mismo cielo. O si
nuestros hijos podrán entender todo lo que nos queremos sin importar donde,
cuando o como. Hay lazos invisibles que te amarran el corazón por la vida
entera.
Aprendimos la fragilidad. Ese primer
desierto florido fue el último, pero no lo sabíamos. La vida puede cambiar en
un segundo, y el mañana no será el que imaginábamos en 1988. Pero sigue siendo
hermoso. Seguimos aquí, seguimos despiertos, seguimos con la vida por delante y
seguimos amando.
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