Porqué Espinoza y no otra cosa (relato familiar, intento 2)
(En la foto, Guido Espinoza, mi abuelo, Miguel Espinoza, mi bisabuelo, y Guido Espinoza, mi papá)
No tengo clara la fecha, pero esta
historia pertenece a la primera mitad del siglo XX. Me cuesta imaginar cómo habrá
sido el Guayaquil de aquellos años. Seguramente una pequeña ciudad de casas de
caña, con sus tradicionales portales y las persianas de madera de las casas entornadas
para dejar entrar la brisa del río, siempre cálida. En una de esas casas vivió
mi bisabuelo, Miguel. Debe haber sido una casa de las grandes, porque en ella
habitaba una familia con servidumbre. En el tiempo aquel, las mujeres que
trabajaban en las casas, vivían con sus patrones y el trabajo a tiempo completo
tenía un significado literal. Miguel era hijo de Micaela, quien formaba parte
del personal, y al no tener padre conocido, era llamado por el apellido de la
familia dueña de casa, que era Tola. Y creció como Miguel Tola.
Siendo Miguel (Tola) ya mayor de
edad, supo de alguna manera que tenía un padre, y que este era oriundo de una
localidad llamada San Eduardo. La costa de Ecuador está cubierta de frondosa
vegetación que tiende a devorar las intervenciones humanas, y por el tiempo que
les estoy relatando, la mantención de caminos no parecía ser el fuerte de la
naciente república. Por esta razón, la única forma viable de llegar a la
mencionada localidad era a través del río. Siempre supuse que ese río sería el
Guayas, pero al buscar a orillas de su cauce un lugar llamado San Eduardo, que
se encuentre a una distancia razonable para lo que les voy a relatar a continuación,
no lo he podido encontrar.
Bueno, la situación era que había
que llegar por río y los recursos económicos no abundaban. Miguel era joven y
tenía ganas de saber. Así que recurrió a un fiel amigo, cuyo nombre no ha
llegado hasta mí, y ambos se fueron a nado hasta llegar al lugar donde las respuestas
serían encontradas. Y llegaron.
Tal vez este lugar ya no existe,
tal vez nunca existió en la geografía ecuatoriana. Tal vez se llama de otra
manera ahora. Pero existe en mis recuerdos infantiles como un lugar al borde
del río con calles de tierra y casas en palafito. Ahí Miguel no encontró a su padre.
Pero encontró a su abuelo. Ambos tuvieron una larga conversación, de la cual los
detalles no fueron revelados, al parecer, o al menos no a mí. Pero de esa
conversación, supo que su apellido era Espinoza. Y desde entonces dejó de usar
el apellido por el que siempre había sido llamado, para adoptar el de ese padre
que no conoció y nunca pudo encontrar.
Miguel murió cuando yo era pequeña.
Lo recuerdo como un hombre mayor, moreno y delgado. Lo recuerdo con mucho amor. Aunque parezca extraño y poco previsor, él
fue mi padrino. Podrán imaginarse que pude disfrutar de su compañía por pocos
años. Pero fueron suficientes para que me siga acompañando toda la vida.
Porque ese niño sin apellido se transformó
en un hombre de bien. Porque gracias a él mi padre pudo ser médico. Porque fue
el hombre más feliz cuando supo que sería mi padrino, aunque también lo ponía
triste saber que no me iba a poder acompañar por tanto tiempo, que me iba a
faltar cuando todavía me quedara mucho camino. Pero en verdad no me ha faltado.
Lo que dio, me acompaña hasta hoy y me seguirá acompañando, en el eco de mi
apellido que llevo con orgullo, aunque no sepa de qué lugar del río proviene.
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