La ciudad de la ausencia
El taxi corre por la orilla del Río de la Plata, y en la radio comienza
a sonar “La ciudad de la furia”. –Qué
adecuado–, pienso, mientras intuyo
la presencia del río a nuestro lado en la oscuridad. Esta mañana, cuando caminé
por sus calles, no me pareció furiosa, sino triste. Una humedad compuesta por
millones de pequeñas gotas invisibles me envolvió la cara mientras caminaba por
las veredas de tu barrio. La ciudad de la tristeza, tal vez es ese el nombre
que busco. Anoche cuando nos despedimos, intenté abrazarte y sentí que tus
delicados huesos eran tan pequeños y livianos. Besé tu mejilla, tan descarnada
ya, y te dije –te quiero, amiga– Me miraste y tus ojos se veían tan grandes; sé
que son los mismos ojos de siempre, pero ahora que tu cuerpo ha empequeñecido,
se ven gigantes. Chao Jose –me
dijiste, con el fino hilo de voz que tienes ahora–, trataste de tocar mi cabeza con tu mano izquierda, pero no la pudiste
levantar. Un rato antes, estuve velando
mientras dormías. Veía tu cuerpo, flaco y fatigado, esforzarse en cada
respiración. A veces, después de exhalar, te detenías, y yo me quedaba en vilo
y sin saber por qué, me ponía a contar. Uno, dos, tres, cuatro…. no siempre
alcanzaba a contar lo mismo, pero al cabo de algunos números, sentía el sonido
del aire al entrar, y a ti sacudirte en un esfuerzo enorme para repetir el
ciclo. De pronto me di cuenta que habías abierto los ojos, y me dijiste
–Jose, ya
quiero terminar…–. Traté de parecer
tranquila y te pregunté –¿Tienes
miedo?
Te quedaste mirando un punto indeterminado entre el clóset y la puerta y
me dijiste que sí, que tenías un poco de miedo, pero que ya no importaba.
Entendí que tu cansancio era mayor que tu temor. Me tomé de tu brazo, sintiendo
cada hueso debajo de la piel, y te dije –Y ellos
¿saben?
– asentiste con la cabeza y tus
ojos se llenaron de lágrimas. Tu marido y tus hijos. Me quedaron dudas de qué
tanto saben o dimensionan tu pronta y permanente ausencia. Recordando esto, mis
pasos me han llevado de vuelta al departamento que hemos arrendado, llevando
las cosas que compré para el desayuno. Hemos viajado tras amigas, para estar
contigo. Pronto comeremos algo, y nos iremos a tu casa. Estaré a tu lado,
nuevamente velaré otra vez tu sueño, difícil y liviano. Comeremos helado, y
será la última vez. Después de eso nos despediremos y tomaremos el avión de
vuelta a Santiago. Al día siguiente será
lunes y tendremos que trabajar. Será un día largo, al llegar del trabajo me
acostaré en el sillón y me dormiré de cansancio. Cuando despierte de ese sueño,
en el celular tendré un mensaje que me avisa que has partido. Recordaré Buenos
Aires lleno de luces desde la ventana del avión y esa imagen de la ciudad de la
furia y de la tristeza se irá convirtiendo en otra cosa, en la ciudad de la
ausencia.
Me gustaría tener algo que contar respecto a cuando nos conocimos, pero
la verdad esos fueron tiempos confusos para mí. Mi hijo, que era pequeño en ese
tiempo, estaba teniendo problemas de conducta severos en el colegio, y yo
estaba muy absorbida por esos pensamientos. Entonces, y siguiendo el consejo de
una colega, decidí que, para que Santi estuviera bien, yo tenía que conocer a
las otras familias del curso y formar lazos con ellas. Y ahí estabas tú, con tu
cantarín acento porteño y tu sentido del humor tan especial. Te vi embarcarte
en mil aventuras con tu amiga Natalia, y al verlas, sentía que ustedes habían
encontrado ahí eso que yo tengo con mi hermana y que no todo el mundo puede
decir que posee. Una pertenencia hermosa e incondicional. Pusieron negocios de
venta de ropa, pijamadas, y otros varios, hasta que llegó el local. Ahí, justo
a la vuelta del colegio. A ti te gustaba abrir y tener todo listo para recibir
a los clientes. Los días que no tenía tanto apuro por llegar al trabajo, te
acompañaba y, mientras nos tomábamos un café, conversábamos de cualquier cosa.
Si era lunes, me ponía a pintar con tiza las ofertas de la semana, decorando
con flores, corazones o cualquier detalle la pizarrita negra que ponías después
en la vereda. Fueron esos tiempos felices esos, de café, risas, conversación
fácil y dibujos de tiza.
Dos días antes de volver a Santiago, estuvo tu hermana un rato de
visita. Tú estabas en la cama, con tus miles de cojines que te afirmaban por
todos lados; el suero pasando sin fin directo a una mínima vena del brazo y el
sonido del oxígeno permanente, que ya era parte del paisaje. En un momento ella
dijo: – ¿Y no vas a ir a lo de Pili?– Yo no sabía para qué lado mirar, para mí era
evidente que no podías ir a ningún lado. No, no voy a ir– contestaste con la poca voz que lograbas
producir –. No me puedo ni sentar.
–Pero el
miércoles te sentaste en la silla de ruedas… – replicó ella, y no alcanzó a seguir hablando, cuando la interrumpiste
con una frase intensa y definitiva – El
miércoles podía, hoy ya no puedo.
Nuestras tertulias matinales se interrumpieron con las cuarentenas
impuestas por la pandemia. No hubo más cafés ni pizarras los lunes. Y un día me
llamaste, para preguntarme si te podía pedir unos exámenes y una ecografía.
Querías ir a hacerte un chequeo porque habías estado con dolor “de panza”, como
decías tú. Yo quedé de hacerte las órdenes y, cuando estaba ingeniándome cómo
pasarlas a dejar por tu casa en medio de esa catástrofe sanitaria, me llamó
Natalia. –La Maru estaba con
mucho dolor y se fue a la urgencia. La hospitalizaron, tiene un tumor gigante,
la van a operar.
Se me pasaron mil cosas por la cabeza. La Maru ¿un tumor gigante?
¿Dónde, con lo flaca que es?
–¿Está
sola en la clínica? –
pregunté.
–
Sí, se fue sola, pero ahora yo me iré a quedar con los niños para que Juan la
vaya a acompañar.
El tumor era gigante, invasivo, y había salpicado de mal todos los
órganos dentro del abdomen. La cirugía duró horas y te hospitalizaron en
cuidados intensivos. En la mañana mientras trabajaba, me llamó un número
desconocido. En un presentimiento, le pedí permiso a mi paciente para
ausentarme un poco y salí a contestar. Era una colega, se presentó como tal, no
recuerdo el nombre. Fue muy amable, sentí compasión en su voz. Me explicó que
llamaba a pedido tuyo, que esto no era habitual pero dado el requerimiento
expreso de la paciente, me iba a explicar lo que tú tenías para que pudiéramos
conversar después. Las palabras “tumor gigante, probablemente indiferenciado,
agresivo” se revuelven en mi mente cuando trato de revivir esa conversación.
Recuerdo que al final, la doctora me dijo - Entiendes la gravedad de lo que
tiene tu amiga ¿verdad? El pronóstico vital probablemente no vaya más allá de
este año–. Asentí con la
cabeza, aunque no me viera, y me llené de lágrimas. Tomando aire lo más
profundo que pude, le contesté que sí, le di las gracias por tomarse ese
tiempo, y me fui a lavar la cara para seguir mi mañana, tratando de no tener la
cabeza en otra parte. Fue el momento de empezar a buscar el milagro. A veces
pienso que el milagro nunca llegó, y otras, que el milagro fue que, ese año que
te daban se hayan convertido en 5, y hayas podido ver crecer a tus hijos
durante todo ese tiempo que parecía improbable
Hace mucho que no recibía mensajes tuyos. Pensé que ya no querías
escribir porque te costaba mucho tomar el teléfono. Pero, el día que fue el
funeral de mi papá, apareciste en mi pantalla
Amiga, siento mucho lo de tu
papá… te mando un abrazo grande y fuerza para toda la familia, te quiero mucho
Desde entonces empecé a mandarte mensajitos diarios de las cosas que hacía, sin esperar mucho de vuelta. Estando en la playa te mandé una foto de un horizonte salpicado de olas.
Me escribiste de vuelta
Amo el mar
Fue entonces que me dije a mi misma que tenía que llegar a despedirme de
ti, y así fue como terminé tomando un pasaje exprés, y entrando en la ciudad, a
ratos lluviosa, a ratos soleada, que tanto extrañaste cuando vivías acá, que se
antojó melancólica como nunca me había parecido cuando la había recorrido
antes.
Es de noche, la pandemia ya había pasado, y habíamos tomado costumbre de
juntarnos a celebrar cualquier cosa. Ese día habíamos ido a comer a un
restaurante peruano; reímos, comimos un montón de aperitivos y un postre entre
todas. Tú me fuiste a dejar a mi casa, y cuando me iba a despedir, me detuviste.
–Jose – dijiste muy seria – voy a volver a Buenos Aires. Si voy a vivir,
quiero vivir allá, y si me voy a morir, quiero morirme allá–. No supe qué decir, y, cuando buscaba las
mejores palabras para acompañarte en tu deseo, volviste a hablar – Y tengo fe,
que si yo me vuelvo a Argentina, me voy a sanar –. Ahí sí que me quedé sin palabras. Te abracé,
cerré los ojos, y por los momentos que duró ese abrazo, quise creer que en que
tus palabras se harían realidad al otro lado de la cordillera, que te irías, y
que cuando lo hicieras, los pronósticos médicos de a poco se irían convirtiendo
nada más que un mal sueño.
Quise creer.
De verdad lo quise.
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